Con el artículo que hoy empiezo a escribir, me parece que inicio un cambio en mi blog. Un cambio que ya hace tiempo que vengo meditando. Desde el inicio, la forma cómo he ido escribiendo estos artículos, por deformación profesional, ha adoptado un tono tal vez un tanto académico-pedante que no siempre me satisface. La experiencia de la maternidad, rica como es, puede ser mostrada mediante textos más amables, seguramente, con menos pompa teórica. Es por eso que con este texto que tengo entre manos me voy a despedir para dar paso a un blog más dinámico y fresco, con alguna imagen tal vez, y en todo caso a modo de diario de la educación en casa que seguimos y que nos tiene entusiasmados a todos.
Me viene a la cabeza la idea de peces que se muerden las colas cada vez que pienso en la cantidad de ocasiones en que el instinto, algo natural en todas las mujeres al ser madres, queda bloqueado y sustituído. La maternidad comienza ya durante el embarazo pero más de una coincidirá conmigo en que realmente hasta que no nace el bebé, el primero, no se siente como se abre un mundo nuevo.
Numerosas conversaciones con otras madres me incita a generalizar, aunque mi juicio no pretende ser para nada empiria, que cuando un parto ha sido natural (o normal, como se empeñan en llamarlo ahora) el instinto fluye mejor.
Me explicaré: cuando el parto es natural, sin anestesias que duerman a madre y bebé, las hormonas que ascienden con ímpetu a flor de piel liberan una especie de instinto milenario que cuidan de la mamá y le dan una fuerza y confianza increíble. En los primeros momentos, la lactancia fluye mucho mejor que cuando ha habido obstáculos (anestesia, cesárea, etc.). Si la madre se abandona al instinto seguramente confiará más en el éxito de la lactancia... y de ahí tal vez se vayan hilando uno tras otro modos de criar que podríamos llamar "naturales" o de los que surge un manto de apego.
La lactancia conduce a una proximidad entre mamá y bebé que, en muchas ocasiones, crea más y más apego. Pronto la mamá puede que se de cuenta, con sorpresa, pues su imaginario está lleno de cunas, cochecitos y demás artilugios, de que el bebé duerme plácidamente en sus brazos pero que si lo deja en una superficie plana no tarda en despertarse. Tal vez, de esa manera pase a portearlo gran parte del tiempo. El apego crea más apego y seguramente por la noche no conciba dejar al bebé en otro sitio y duermen una al lado del otro.
Luego llega la época en que la mayoría de bebés en nuestra sociedad son mandados a la guardería, cual quinto enviado a la mili, y nace el deseo de continuar al lado de esa criatura que ya ha empezado a deplazarse, tal vez, por propia iniciativa, pero que nos necesita y confía en que siempre estamos a su alcance. El apego que se ha ido tejiendo puede que sea ya tan fuerte que nos planteemos la manera para quedarnos con nuestra cría.
Si por el contrario, nuestro bebé, tal vez destetado a la segunda semana porque la madre desconfía de su capacidad de amamantar, que puede que se pase la mayor parte del tiempo en una cuna y, quien sabe, haya sido puesto a dormir en una habitación solo ya al volver del hospital, los hilos con los que se teje el apego han sido sesgado desde muy temprano, es más que probable que éste no se forme nunca. El bebé, deseoso de calor materno, llorará mucho más, con lo que tal vez se cree más distancia. Y así, poco a poco, los padres perciben al bebé, seguramente inconscientemente, como un intruso en sus vidas. Puede que tener que dormirlo les suponga un engorro tan grande que opten por dejarlo llorar solo hasta que "aprenda" a dormir. Puede que lo lleven a la guardería tan pronto como se acabe la escueta baja maternal. Incluso puede que conciban todo esto como lo más normal... Y luego vendrán las enfermedades, más fruto de la desprotección emocional y de la falta de leche materna que de los virus y bacterias...
Lo más triste es que en el segundo caso se habrán perdido la infinita ternura de ser uno con el bebé, de mirarlo durante incontables horas, de la cálida unión de darle teta. Pero sobre todo se habrá perdido irremisiblemente la semilla de un fruto maravilloso que representa el apego.
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